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Redacción

Cipriano, hijo de una rica familia pagana, estaba destinado por Dios para convertirse en director del joven cristianismo africano. Era profesor y orador de fama, y hombre con cargos y méritos, cuando Dios le envió al anciano sacerdote Cecilio, quien le enseñó el camino espiritual del Evangelio y de la Cruz.

Cipriano abandonó la creencia en los dioses de sus antepasados; dejó su noble carrera, regaló toda su fortuna a los pobres y fue bautizado a los 46 años. Luego se retiró a la soledad para leer la Sagrada Escritura, para rezar y meditar. Volvió a Cartago dos años después como sacerdote, y; con la elocuencia apasionada propia de su naturaleza, se convirtió en evangelizador de su patria.

Según costumbre de aquel tiempo, fue elegido obispo por aclamación del pueblo. De nada le sirvió huir, los sacerdotes y pastores de la Iglesia africana, conscientes de su propia limitación, pusieron el báculo pastoral en sus manos.

Poco después estalló repentinamente la persecución bajo el emperador Decio. Con el alma desgarrada tuvo que presenciar cómo cientos de cristianos, sin ser acusados, por miedo y cobardía ofrecieron incienso a los dioses estatales. El mismo Cipriano tuvo que ocultarse y gobernar su diócesis desde su escondite, por medio de cartas pastorales. Después de su regreso a la ciudad, dirigió con su acostumbrado vigor a los fieles en contra de los apóstatas.

Junto con todos los obispos de África del norte, San Cipriano se oponía a reconocer la validez del bautismo de los herejes, como lo hacía la Iglesia de Roma; incluso llegó a sostener una controversia con el Papa Esteban I a causa de esta cuestión. Más tarde, moderó su reglamento de penitencia y su actitud en contra de los herejes.

La Iglesia de África disfrutó de cinco años de paz, al cabo de los cuales se encontraba sólidamente unida en torno a su pastor. Pero después no les fue difícil a las autoridades municipales arrestar a Cipriano, cuando llegaron órdenes persecutorias de Valeriano.

Durante esta persecución, los que anteriormente habían renegado o vacilado en su fe eran ahora los primeros que ofrecían sus cabezas a la espada del verdugo.

Era lógico que también Cipriano tuviera que morir. Pocos días después del martirio del Papa Sixto II y del diácono Lorenzo, se formuló contra él la acusación de “alta traición”. Cipriano rehusó la oportunidad de escapar y tranquilamente permitió que lo condujeran ante el procónsul Galerio el 13 de septiembre del año 258.

Los cristianos fueron testigos del breve interrogatorio que concluyó con la sentencia de muerte, que aceptó el obispo con un “¡Gracias a Dios!” Luego pidió que se le entregaran al verdugo veinticinco monedas de oro y se arrodilló para hablar por última vez con Dios. A una señal del oficial, el mismo condenado a muerte se colocó la venda sobre los ojos y un diácono le sujetó las manos en la espalda. Luego la tierra bebió su sangre.

Llenos de veneración los cristianos pusieron a salvo su cadáver junto con los lienzos teñidos de sangre. En sus corazones había mucha tristeza; pero también sentían resonar su voz, la misma voz que aún hoy a través de 81 cartas, nos sigue hablando para mostrarnos los problemas de la fe católica y, sobre todo, el heroísmo de la Iglesia primitiva de África.






Redacción

El cristianismo primitivo encontró a sus seguidores en las grandes ciudades más que en el campo. Pasó tanto tiempo antes de que los campesinos se convirtieran, que los conceptos de “campesino” y “pagano” quedaron íntimamente ligados. Los hombres cultivados de las grandes ciudades se pusieron más pronto al lado de la nueva religión.

Juan Crisóstomo era un habitante de la gran ciudad antigua de Antioquia, de Siria.

Después de un largo tiempo de preparación, fue bautizado a los 22 años de edad. Pasó varios años viviendo como ermitaño entregado a toda clase de austeridades, al sur de Antioquia.

El año 381 el obispo Melecio le confirió el diaconado, y en el 386 el obispo Flaviano lo ordenó sacerdote. Durante 12 años, del 386 hasta el 398, se dirigió desde el púlpito con fuerza extraordinaria a las lamas de sus oyentes. No fue orador de pláticas bonitas; fue más bien un hombre que decía verdades amargas al mundano pueblo sirio.

Sus demandas sonaban muy duras en lo oídos de los ciudadanos débiles. Después de su muerte le pusieron el sobrenombre de “Crisóstomo”, es decir, “boca de oro”.

En la cúspide de su tarea, Juan les fue arrebatado a sus compatriotas. El emperador Arcadio le otorgó la sede patriarcal en la ciudad de Constantinopla. Crisóstomo esquivó lo más que pudo el ceremonial de la corte; ordenó los asuntos eclesiásticos de la arquidiócesis, condujo nuevamente al clero a sus deberes, fundó nuevas comunidades cristianas en el campo y se ocupó de la instrucción religiosa de los soldados. Sus ingresos los repartía en su totalidad entre los pobres, para los cuales fundó también hospitales.

El pueblo veía en él al monje ascético y pobre y lo quería como a un padre. El ambiente de la corte se enfriaba cada vez más. La emperatriz Eudoxia lo persiguió, porque se sintió afectada por las críticas del valiente obispo contra la vanidad y las costumbres paganas.

En el año 403 se reunió en Calcedonia un conciliábulo, que, con pruebas falsas y bajo presión, destituyó al patriarca.

Un inocente fue desterrado, pero sus perseguidores no se conformaron con eso. La misma Eudoxia, asustada por un temblor de tierra y desmoralizada por la amenazadora posición del pueblo, insistió en su regreso. Juan Crisóstomo regresó con gran júbilo de la gente y se dedicó nuevamente a sus tareas, como si no hubiera ocurrido nada. Perdonó a sus enemigos, pero no disminuyó sus exigencias evangélicas. Al año siguiente, Eudoxia se encolerizó de nuevo contra él; por segunda vez fue destituido de su cargo y, para poder deshacerse definitivamente del amonestador, se le ordenó al débil emperador desterrarlo hasta la frontera más incomunicada y casi desértica del imperio, es decir, a la aldea de Cucuso, en Armenia.

Desde allá, el anciano fue deportado más tarde a un lugar todavía más abandonado, a orillas del mar Negro.

En el viaje, el prisionero se desplomó por agotamiento. Pidió un hábito limpio y blanco y recibió, el 14 de septiembre del 407, la comunión como Viático. Murió con las palabras que siempre pronunció en su vida con devoción: "Dios sea alabado por todo".

San Juan Crisóstomo fue uno de los padres griegos más devotos del Santísimo Sacramento.

“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una telaraña. Si no me hubiera retenido el amor que os tengo, no hubiera esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión digo: “Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, sino lo que tú quieres que haga”.
San Juan Crisóstomo, Homilía antes de partir para el destierro,
1-3; P.G. 52, 427-430.



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Santa Regina es una virgen mártir gala (hoy Francia) que, pese a no ser muy conocida fuera de su culto particular, está presente en muchas representaciones artísticas.

El nombre Regina significa “reina” en latín, por ello es llamada por los franceses Sainte Reine. Fue hija de un ciudadano pagano de Alise llamado Clemente, en el Condado de Borgoña. Su madre falleció al dar la luz y por ello Regina fue entregada a una nodriza cristiana que la educó en la fe y la bautizó.

Cuando creció su belleza atrajo las miradas de un prefecto llamado Olibrio, que al saber que era de alcurnia, quiso casarse con ella. Ella se negó pese a que su padre intentó convencerla.


El prefecto, al enterarse que era cristiana mandó a encerrarla en una prisión. La interrogó un par de veces y descubrió que la muchacha no renunciaría a Cristo, a quien había consagrado su virginidad.

Una de aquellas noches, recibió en su calabozo el consuelo de una visión de la cruz al tiempo que una voz le decía que su liberación estaba próxima. Al otro día, Olibrio ordenó que fuera torturada de nuevo y que fuera decapitada después.

Según las Actas, el 7 de septiembre del año 251 fue ejecutada. La tradición detalla que en aquel momento apareció una paloma blanquísima que causó la conversión de muchos de los presentes.

La iconografía de la mártir la representa con la palma de triunfo en las manos, el hacha o espada con que fue decapitada y, más a menudo, portando las cadenas que la aprisionaron y que son veneradas en Flavigny.

A veces aparece una paloma suspendida sobre su cabeza en alusión al Espíritu Santo que descendió sobre ella o con una oveja a su lado, aludiendo a su oficio de pastora.




Redacción

Se le llama Nonato (no-nacido) porque nació después de morir su madre. Ella murió al dar a luz. Después de la muerte le hicieron cesárea para que el niño pudiera nacer.

Ramón significa: "protegido por la divinidad" (Ra=divinidad. Mon=protegido). San Ramón nació en Cataluña, España, en 1204. Muy joven entró en la Congregación de Padres Mercedarios que se dedicaban a rescatar cautivos que los mahometanos habían llevado presos a Argel. Lo recibió el mismo San Pedro Nolasco, fundador de la Comunidad.

Pocos años después de haber entrado de religioso fue enviado con una gran cantidad de dinero a rescatar a los católicos que estaban esclavizados por los musulmanes en Africa. Allá gastó todo el dinero en conseguir la libertad de muchos cristianos y enviarlos otra vez a su patria, de donde habían sido llevados secuestrados por los enemigos de nuestra religión.

Cuando se le acabó el dinero se ofreció el mismo a quedarse como esclavo, con tal de que libertaran a algunos católicos que estaban en grave peligro de perder su fe y su religión por causa de los atroces castigos que los mahometanos les infligían.

Como entre los musulmanes está absolutamente prohibido hablar de la religión católica, y Ramón se dedicó a instruir en la religión a sus compañeros de esclavitud y aun hasta a algunos mahometanos, le dieron terribles tormentos y lo azotaron muchas veces hasta dejarlo casi muerto. Y al fin, como no se callaba, le amarraron la cara a una correa a la cual le echaron candado, para que no pudiera hablar, y no abrían el candado sino cuando iba a comer.

El jefe musulmán, con la esperanza de que Ramón volviera a España y le llevara más dinero para rescatar cristianos, lo dejó en libertad. Pero se dedicó a hablar de nuestra religión a cuantas más personas podía. Esto hizo arder en cólera a los mahometanos y lo volvieron a encarcelar y a atormentar. Al fin San Pedro Nolasco envió a algunos de sus religiosos con una fuerte suma de dinero y pagaron su rescate y por orden de sus superiores volvió a España.

Como premio de tantos heroísmos, el sumo Pontífice Gregorio IX lo nombró Cardenal. Pero San Ramón siguió viviendo humildemente como si fuera un pobre e ignorado religioso.

El Santo Padre lo llamó a Roma para que le colaborara en la dirección de la Iglesia, y el humilde Cardenal emprendió el largo viaje a pie. Pero por el camino lo atacaron unas altísimas fiebres y murió. Era el año 1240. Apenas tenía 36 años. Pero había sufrido y trabajado muy intensamente, y se había ganado una gran corona para el cielo.

A San Ramón le rezan las mujeres que van a tener un hijo, para que les conceda la gracia de dar a luz sin peligro ni tormentos.



Redacción

En vano el hombre ha pretendido medir los caminos del Señor. Dice el autor del sagrado libro de la Sabiduría: " ¿Qué hombre podrá conocer el consejo de Dios y quién podrá atinar con lo que quiere el Señor?" (Sab 9, 17).

La vida de Santa Rosa de Lima, primera mujer canonizada del Muevo Mundo, es una buena prueba de ello.

Nació nuestra santa en Lima, capital del Perú, de padres de origen español, modestos de condición. Su verdadero nombre era Isabel. Cambió su nombre por el de Rosa al recibir el sacramento de la Confirmación.

Desde su más tierna edad, cuando empiezan a despuntar los atractivos femeninos, Rosa experimentaba una atracción cada día mas desbordante hacia la santidad, la virginidad, la devoción, el amor al retiro, un extraordinario espíritu de penitencia. Es decir, sentía una resolución de seguir, como dice el Evangelio, el camino estrecho y desusado del sacrificio de sí misma para encontrar a Dios. Esta ansia de seguir un camino diferente le atrajo toda clase de insultos, burlas y humillaciones por parte de su familia, en especial de sus padres, quienes veían con verdadero terror el derrotero de su hija.

Nadie crea, sin embargo, que sus anhelos de santidad eran falsos y artificiales. Rosa les manifestaba a sus padres la más extraordinaria de sus ternuras: la del sacrificio por su bienestar.

El día en que su padre fracasó en el negocio de una mina, con el consiguiente desajuste económico, Rosa se transformó en la más sufrida de sus hijas, ayudándolo a sostener económicamente el hogar, trabajando diariamente en la huerta y cosiendo hasta altas horas de la noche.

Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Santa Rosa sacrificó por el bien de sus padres y hermanos hasta los ideales ascéticos de su alma, que la orientaban a recluirse en algún convento.
Esta fue la razón por la que los padres y familiares de la santa jamás la pudieron comprender. La incomprensión se transformó en guerra despiadada cuando Rosa llegó a sus años juveniles. A toda costa, para salvarla -como ellos decían-, pretendieron obligarla a contraer matrimonio. Fueron diez largos años de lucha. Ni las súplicas ni los insultos, ni los golpes, ni los desprecios lograron vencerla.

Desalentados por tanta constancia, los padres de Rosa le permitieron ingresar en la Tercera Orden de Santo Domingo y vivir prácticamente recluida en una cabaña construida en la huerta de su casa.
Desde entonces, Santa Rosa de Lima, se entregó a todas las manifestaciones de su muy peculiar vida ascética: penosísimas mortificaciones de su maltrecho organismo, alternadas con ejercicios de oración y meditación hasta el éxtasis y el agotamiento corporal. Todo esto, unido a las pruebas de rechazo y desprecio de parte de los miembros de su familia, nos hace apreciar la calidad y el grado de su amor hacia Dios y hacia sus semejantes.

Ya para entonces, la fama de santidad de Rosa había traspasado los umbrales de su casa y de su ciudad. Nobles y plebeyos, sacerdotes y hombres de negocios, se acercaban con respeto o con curiosidad a su morada. Entre ellos sobresalía la familia de don Gonzalo de Massa, funcionario del gobierno. Su esposa, conociendo a fondo la vida de Rosa, le tenía enorme cariño. Anhelaba tenerla en su propio hogar. Finalmente logró su propósito. Ahí vivió los últimos tres años de su vida.

Con tantos sufrimientos Dios la había preparado para el último combate. Una modestísima y larga enfermedad la purificó más en este mundo. A menudo se le oía decir:
Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame, en la misma medida, tu amor".
Santa Rosa de Lima murió el 24 de agosto de 1617, apenas a los 31 años de edad. El Papa Clemente X la canonizó en 1617. Fue la primera santa americana canonizada.

El código evangélico de las bienaventuranzas.
“Queridos amigos: El programa evangélico de las bienaventuranzas es trascendental para la vida del cristiano y para la trayectoria de todos los hombres. Para los jóvenes es sencillamente un programa fascinante. Bien se puede decir que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuesta por Jesús, ha comprendido y puede hacer realidad todo el Evangelio.
Ciertamente el ideal que el Señor propone en las bienaventuranzas es elevado y exigente. Pero por eso mismo resulta un programa de vida hecho a la medida de los jóvenes, ya que la característica fundamental de la juventud e la generosidad, la apertura a lo sublime y lo arduo, el compromiso concreto y decidido en cosas que valgan la pena, humana y sobrenaturalmente. La juventud está siempre en actitud de búsqueda, en marcha hacia las cumbres, hacia los ideales nobles, tratando de encontrar respuestas a los interrogantes que continuamente plantea la existencia humana y la vida espiritual. Pues bien, ¿hay acaso ideal más alto que el que nos propone Jesucristo?”
Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes en Lima, Perú, 2 de febrero de 1985.



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La fiesta de hoy originalmente recordaba la consagración de la basílica de san Juan Bautista en Sebaste (Samaria), en donde fueron probablemente guardados sus restos. En el siglo IV, la basílica fue destruida por los paganos.

San Marcos nos cuenta, en el capítulo 6, los detalles de este martirio. El evangelista san Juan nos explica, en  el capítulo 3, 22-30, el motivo por el que Juan el Bautista no tenía miedo de atacar en público la vida escandalosa del rey Herodes Antipas. El precursor era “amigo del novio” y, por este amor profundo, no le importaba “perder la vida”.

Herodes Antipas, tetrarca de Galilea , hijo de Herodes el Grande, el asesino de los niños de Belén se había separado de su legítima esposa y vivía en público con Herodías, la esposa de su medio hermano Filipo y, a la vez, su sobrina.

“No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano”, le decía Juan el Bautista a Herodes en su cara. En el corazón del hombre elegido por Dios en el seno de su madre Isabel, ardía el celo por la observancia de los mandamientos.

Juan sabía que reprender a los poderosos era arriesgar la propia vida. De hecho, Herodes lo hizo encerrar en el calabozo de su castillo casi inexpugnable en Maquerone, al oriente del mar Muerto. Sin embargo, se les permitía a sus discípulos visitarlo y recibir sus consejos. Los mandó a que fueran a hacerle a Cristo la pregunta decisiva que lo inquietaba en su aparente abandono por aquel Dios a quien había consagrado su vida austera: “¿Eres tú el Mesías o debemos esperar a otro?” . Sabemos la respuesta de Cristo, que hace alusión a sus milagros mesiánicos y afirma” que los pobres son evangelizados”. Alaba a Juan el Bautista con las palabras: ”No hay entre los nacidos de una mujer, un profeta más grande que Juan. Pero el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él”.

En el espectáculo sangriento de la muerte del profeta inocente vemos toda la perversión del hombre caído y de la mujer sin Dios. Según la creación, la mujer está destinada al cariño y a la vida. Aquí se convierte en una bestia sanguinaria cuyos instintos feroces no conocen ningún límite. Vemos, por una parte a Juan, que había proclamado a Cristo como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y por otra parte la fiesta de Herodes con todas sus consecuencias: lujuria, cobardía, borrachera, injusticia y muerte, es decir, con todo el pecado del mundo.

En el prefacio de San Juan el Bautista reza la Iglesia “Juan bautizo con agua, que habría de quedar santificada, al mismo autor del bautismo, quien mereció dar el testimonio supremo de su sangre”.

Juan defendió especialmente la santidad del matrimonio. También la Iglesia de nuestros días debe continuar este testimonio y decir con claridad “No te está permitido”.

Ciertamente la Iglesia ama a los que yerran, pero odia el error . Cuando el mundo se conforma con una moral cómoda y quiere negar la validez de la ley divina, la voz, la voz profética tiene que levantarse. Ningún problema matrimonial se resuelve sin la verdad profunda que pronuncio san Juan: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Sn Jn 3, 30). Por el poder mesiánico de Cristo se logran las curaciones más difíciles, pero es necesario valorizar también sus palabras:
Bienaventurado el que no se escandaliza de mí”.
"Es verdad que la estabilidad y la santidad del matrimonio están amenazadas por las nuevas ideas y por las aspiraciones de muchos. El divorcio, introducido por cualquier motivo, inevitablemente cada vez resulta más fácil de conseguir, y gradualmente se acepta como un hecho normal de la vida. La posibilidad de conseguir el divorcio en el campo de la ley civil hace cada vez más difíciles, para todos los matrimonios estables y duraderos… Tened una alta estima por la maravillosa dignidad y gracia del sacramento del matrimonio. Preparaos para el mismo con celo, ahora. Creed en el poder espiritual que este sacramento de Jesucristo ofrece para reforzar la unión matrimonial y superar todas las crisis y problemas de la vida entre dos… Un verdadero amor y la gracia de Dios jamás podrán permitir que un matrimonio se convierta en relación egoísta de dos individuos que viven uno junto al otro por intereses propios de cada uno."
San Juan Pablo II. Homilía en Limerich (Irlanda), 1º de septiembre de 1979.




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Los evangelistas sólo mencionan el nombre de Bartolomé y relatan que fue designado por Jesús para formar parte del grupo de los Doce y que fue enviado a predicar el Reino de Dios. Su nombre, sin embargo, siempre parece estar unido al del apóstol Felipe.

Esto nos hace pensar que Bartolomé y el pescador Natanael, de Caná de Galilea, eran la misma persona. San Juan, al principio de su Evangelio, nos describe la vocación de Natanael.

Natanael sí tenía la misma profesión, pero no la misma manera de vivir de Andrés y de Pedro, de Santiago y de Juan. Natanael parece más reservado, más pensativo que los demás del grupo de los apóstoles pescadores. Mientras que los otros reparaban las redes y conversaban alegremente, él prefería meditar en la historia de su pueblo sentado bajo la sombra de una higuera. Así lo sorprendió Felipe con una noticia súbita: "¡Hemos encontrado a aquél del cual escribieron Moisés y los profetas en la ley antigua: es Jesús, el hijo de José de Nazaret!".

Felipe había preparado muy bien sus palabras, que, sin embargo, no produjeron el efecto deseado. Natanael no se conmovió y con ironía le contestó a Felipe: "¿Acaso de Nazaret puede venir algo bueno?" (Jn 1, 46). Felipe no tenía deseos de discutir: "¡Ven tú mismo y los verás!". Lo condujo delante del extraño rabbí de Nazaret. Por las palabras que el Señor le dirigió, Natanael reconoció de inmediato que su mensaje penetraba hasta lo más profundo del corazón humano. Comprendió la desbordante alegría de sus compañeros y se disiparon sus propias dudas. En voz alta confesó ante todos aquellos a quienes hasta entonces consideraba débiles y engañados: "Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel" (Jn 1, 49).

Estas palabras fueron pronunciadas de manera sincera y varonil, y así, por este reconocimiento, afrontó la muerte Natanael-Bartolomé.

El día de San Bartolomé ha sido desde la Edad Media el día festivo de los carniceros y curtidores, seguramente por los instrumentos de su martirio, con los que ordinariamente se le representa.







Redacción

Elena significa: “Antorcha resplandeciente”.

Esta gran santa se ha hecho famosa por haber sido la madre del emperador que les concedió la libertad a los cristianos, después de tres siglos de persecución, y por haber logrado encontrar la Santa Cruz de Cristo en Jerusalén.

Nació ella en el año 270 en Bitinia (al sur de Rusia, junto al Mar Negro). Era hija de un hotelero, y especialmente hermosa.

Y sucedió que llegó por esas tierras un general muy famoso del ejército romano, llamado Constancio Cloro y se enamoró de Elena y se casó con ella. De su matrimonio nació un niño llamado Constantino que se iba a hacer célebre en la historia por ser el que concedió la libertad a los cristianos.

Cuando ya llevaban un buen tiempo de matrimonio sucedió que el emperador de Roma, Maximiliano, ofreció a Constancio Cloro nombrarlo su más cercano colaborador, pero con la condición de que repudiara a su esposa Elena y se casara con la hija de Maximiliano. Constancio, con tal de obtener tan alto puesto repudió a Elena. Y así ella tuvo que estar durante 14 años abandonada y echada a un lado. Pero esto mismo la llevó a practicar una vida de santidad.

Pero al morir Constancio Cloro, fue proclamado emperador por el ejército el hijo de Elena, Constantino, y después de una fulgurante victoria obtenía contra los enemigos en el puente Silvio en Roma, el nuevo emperador decretó que la religión católica tendría en adelante plena libertad (año 313) y con este decreto terminado tres siglos de crueles y sangrientas persecuciones que los emperadores romanos habían hecho contra la Iglesia de Cristo.

Constantino amaba inmensamente a su madre Elena y la nombró Augusta o emperatriz, y mandó hacer monedas con la figura de ella, y le dio plenos poderes para que empleara los dineros del gobierno en las obras buenas que ella quisiera.

Elena, que se había convertido al cristianismo, se fue a Jerusalén, y allá con los obreros que su hijo, el emperador, le proporcionó, se dedicó a excavar en el sitio donde había estado el monte Calvario y allá encontró la cruz en la cual había crucificado a Jesucristo. Para saber si era verdadera la cruz, tocó con ella a una mujer que padecía una gravísima enfermedad, y la enferma se curó instantáneamente.

Después dividieron la Santa Cruz en tres partes: una la dejaron en Jerusalén, la otra la enviaron a Constantinopla (donde estuvo su hijo Constantino) y la tercera la enviaron a Roma al Sumo Pontífice.

Dice San Ambrosio que Santa Elena aunque era la madre del emperador, vestía siempre con mucha sencillez y se mezclaba con la gente pobre y aprovechaba de todos los dineros que su hijo le daba para hacer limosnas entre los necesitados. Que era supremamente piadosa y pasaba muchas horas en el templo rezando.

En Tierra Santa hizo construir tres templos: uno en el Calvario, otro en el monte de los Olivos y el tercero en Belén. Gastó su vida en hacer obras buenas por la religión y los pobres, y ahora reina en el cielo y ruega por nosotros que todavía sufrimos en la tierra.

QUIEN HONRA A SU MADRE ES COMO QUIEN ENCUENTRA UN TESORO
(S. Biblia – Eclesiástico).



Redacción

El emblema nacional de Hungría siempre ha sido la corona de San Esteban, aquella noble y antiquísima diadema, con la cruz inclinada, insignia de su unidad nacional y de la cultura cristiana. El día en que el joven rey Esteban se la puso en sus sienes, Hungría comenzó a destacar por primera vez en la historia de Europa.

El padre de Esteban llevaba todavía el cetro como primero entre los gobernantes con los mismos derechos, pero no se interesaba en otros países más allá de las fronteras de Hungría. Esteban, en cambio, ya desde joven, participaba con entusiasmo en los magnos planes que querían realizar conjuntamente el joven emperador Otón III y el Papa Gregorio V.

El santo obispo Adalberto, quien por entonces atravesaba Hungría y Bohemia, dejó en nuestro santo, con su recia personalidad, una huella imborrable. A Esteban le habían encomendado recibir al famoso héroe de la fe en la frontera y acompañarlo para salvaguardarlo. En el año 995, Adalberto le confirió a Esteban el sacramento de la Confirmación.

Poco tiempo después, Esteban se puso en marcha hacia Baviera para casarse con Gisela, hermana del que posteriormente sería el emperador San Enrique. Junto con su esposa alemana llevó a muchos caballeros y monjes a su patria, que iban a ser los cofundadores y portaestandartes de una nueva Hungría cristiana.

Esteban no ocultó sus intenciones; por eso nada tuvo de extraño el que los corifeos del paganismo hubieran tratado de derrocarlo a causa de sus creencias. Asimismo influyó el hecho de que, con mano firme, empuñara las riendas del gobierno, dominando la actuación arbitraria de la alta nobleza, dando órdenes precisas para que se devolviera la libertad a numerosos esclavos cristianos, pagando por ella una moderada indemnización, y que se tomaran medidas muy severas contra las costumbres supersticiosas de su pueblo. Todo esto contribuyó a crear una atmósfera de descontento inicial.
Esteban conocía a sus magiares. No se precipitó. Les dio el tiempo necesario para que experimentaran las bendiciones de la nueva religión en sí mismos y en su patria.

De Italia y de Alemania llamó a varios sacerdotes y los designó como misioneros y maestros del pueblo. Con suma prudencia fundó conventos, cabildos y escuelas, bien distribuidos por todo el país.
La fundación del arzobispado de Grau y de otros obispados lo independizó de la influencia eclesiástica del obispado de Nassau. Todas estas medidas comprobaron la firme voluntad de Esteban de acabar con los últimos restos del paganismo, no mediante ordenanzas punitivas, sino por medio del Evangelio mismo, que llevó hasta las tiendas más apartadas de los pastores en la región de la Pusta.

El vicario de Cristo en Roma, el Papa Silvestre II, bendijo con alegría la obra realizada en tan pocos años por el joven príncipe de Hungría, y le envió una diadema consagrada. En medio del júbilo popular, el gran Esteban fue proclamado rey. Así pues, su poder terrenal quedó firmemente arraigado. El comercio floreció, protegido por la paz y la justicia. En Roma, en Constantinopla y en Jerusalén, con real magnanimidad, Esteban fundó conventos húngaros para hospedar a sus numerosos paisanos que, celosos de su nuevo credo, llegaban en peregrinación a los santuarios de la cristiandad.

Para asegurarle a su hijo el dominio en Hungría, quiso declararlo coregente durante su propia vida. Aún se conserva la “amonestación” que deseaba dirigir a Emerico cuando éste subiera al trono, y que constituye un testimonio conmovedor de sus propios principios. Encarecidamente le pedía conservar con fidelidad el credo católico y confesarlo ante todo el mundo, fomentar el bien de la Iglesia y honrar al clero.

El 8 de septiembre de 1031 iba a coronar a Emerico, pero éste murió el 2 de septiembre. Su muerte fue el golpe más duro que sufrió el santo rey Esteban, ya envejecido.

“La catequesis familiar precede, pues, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis. Además, en los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis”.
C.T., n. 68.




Redacción

Quien dice Lorenzo también dice Sixto. Ambos nombres el del Papa y el del diácono no se pueden separar. Una profunda amistad unió a estos dos hombres, de edades tan diferentes.

Cuando estalló la persecución del emperador Valeriano, estaban uno al lado del otro en la lucha. Para que no lo reconocieran inmediatamente y lo ajusticiaran, el anciano Papa, por lo pronto, tuvo que ocultarse. Sólo en la oscuridad de la noche pudo atreverse a salir a visitar a su comunidad en los arenosos pasillos de las catacumbas.

Lorenzo, el diácono, en todo momento mantuvo la conexión entre el Papa y la comunidad, entre los prisioneros y sus familias. Tenía que cuidar de los pobres y de la distribución de las limosnas. Lorenzo previno, consoló, y ayudó. En él parecía personificarse la fuerza invencible del cristianismo perseguido.

Cierto día, advirtió que había llegado demasiado tarde. Los esbirros habían penetrado a las catacumbas y sorprendieron al Papa y a cuatro diáconos en la celebración de los santos misterios. Ahí mismo los habían ajusticiado con la espada. Lorenzo se quedó solo. Dios le había dado una señal para estar preparado. Tenía que distribuir los últimos donativos, reunidos por la misericordia e los hermanos, antes de que la avaricia pagana se los incautara. Y sucedió como había presentido.
Unos días después del asalto a las catacumbas, reconocieron a Lorenzo, lo tomaron preso y lo llevaron ante el juez.

En aquellos años se murmuraba que los cristianos tenían ocultos fabulosos tesoros y se suponía que Lorenzo era el administrador de esos bienes. Por eso, la primera pregunta del juez no se refirió al crimen de la fe cristiana del que se le acusaba, sino a esas riquezas legendarias. Lorenzo prometió entregárselas si se le concedían tres días de plazo. La tradición narra que se presentó después del plazo con un grupo de hambrientos y desarrapados inválidos, ancianos y limosneros, dando a entender con sus gestos: ¡Estas son las riquezas de la Iglesia! Pero lo que para él era la verdad sagrada, el juez lo consideró como una burla atrevida. Sin titubear lo entregó al verdugo.

Según la leyenda, Lorenzó murió lentamente, atormentado y calcinado en una parrilla. La historia cree más probable que haya sufrido la muerte usual de los testigos de Cristo, es decir, por la espada, y cree poder fijar el martirio del diácono romano el 10 de agosto del 258.

Ya a principios del siglo IV, la Iglesia celebraba sobre su tumba solemnemente su memoria en ese día. Pero no es fácil distinguir la leyenda de los sucesos históricos.

Hace mucho que el juvenil diácono con su parrilla de hierro, al igual que San Sebastián con sus flechas, penetraron en la memoria de los pueblos cristianos como símbolo y ejemplo de todos aquellos que prefirieron la prisión y el martirio antes que mostrarse infieles a su Dios y a su Iglesia.

“Para vivir y anunciar la exigencia de la pobreza cristiana, la Iglesia debe revisar sus estructuras y la vida de sus miembros, sobre todo de los agentes de pastoral, con miras a una conversión efectiva”.
D. P. n., 1157.



Redacción

Nació el 12 de octubre de 1891, hija de una familia numerosa. Sus padres poseían un próspero negocio de maderas. Si se ve la foto de la madre, se nota que su hija pequeña, Edith, se le parecía. Las dos tenían en común rasgos que denotan una acusada personalidad, un corte de cara poco común, y una fisonomía que confiere al rostro sabiduría y firmeza, adquiridas a través de la experiencia de la vida y el sufrimiento.

Edith Stein escribe de sí misma: "Desde mis 13 a mis 21 fui atea, porque no podía creer en la existencia de Dios". El camino de esta joven atea conduce de Breslau a la Universidad de Gotinga, donde comenzó sus estudios después de haber aprobado el bachillerato. En 1915 se inscribió como voluntaria en la Cruz Roja, y trabajó en un lazareto de guerra.

En 1916 realizó su doctorado y fue asistente del catedrático de filosofía Husserl en Friburgo. El año siguiente, de un modo inesperado, tuvo lugar la irrupción de la gracia en su vida. El catedrático universitario Reinach, que ella veneraba mucho, cayó en el frente. La reacción de la esposa del catedrático, aceptando valientemente esta pérdida por su verdadera fe cristiana, conmovió profundamente el alma de la joven estudiante. Este hecho se le presentó el “fenómeno” cristianismo, el “fenómeno” Iglesia católica. En el verano de 1921 tuvo lugar un segundo suceso, que podemos considerar como la hora de Dios en su vida: la visita a una amiga católica Hedwig Conrad-Martius

Existen ya muchos estudios sobre Edith Stein, empezando por la primera biografía de la hermana Teresa del Espíritu Santo, hasta la narración de su hermana en Cristo, novicia como ella en el Carmelo de Colonia, la hermana María Bautista del Espíritu Santo. No intentaremos aquí descubrir el misterio de cómo una persona puede encontrar el camino del judaísmo al cristianismo. Mucho menos podemos pretender esclarecer el misterio del encuentro con Dios en la vida de Edith Stein. Sólo intentaremos descubrir sus huellas.

La visita realizada a Hedwig Conrad-Martius tiene este significado. Antes de retirarse a dormir, Edith toma un libro de la biblioteca y comienza a leer. Era La vida de Santa Teresa de Ávila. Edith cuenta: "Cuando a la mañana siguiente cerré el libro, me dije a mí misma: ¡esto es la verdad! Había encontrado a Dios": La frase de Santa Teresa “sólo Dios basta” había irrumpido en su vida. Dios existía y ello la había encontrado.

Su bautismo tuvo lugar el día de Año Nuevo de 1922. Después la encontramos en Speyer, en el convento de las dominicas. En 1932 es nombrada profesora del Instituto de Pedagogía de Münster. En 1933 se le prohibe enseñar por disposición del nuevo régimen nazi; el mismo año ingresa en el Carmelo de Colonia. Edith escribe: "La actividad humana no nos salvará, sino sólo la Pasión de Cristo. Participar en ella es mi mayor deseo": Su nombre de religiosa, Teresa Benedicto de la Cruz, es nombre, programa y misión al mismo tiempo.

En el año de 1938 la hermana Benedicto marchó a Holanda al Carmelo de Echt. El 2 de agosto de 1942, a las cinco de la tarde, estaban las hermanas reunidas en el coro. En la portería llamaron dos agentes de la SS (policía nazi). Todavía aquella mañana había escrito en su gran obra la ciencia de la Cruz. Se trataba ahora de demostrar con la vida lo que había meditado y escrito. Su amiga Hedwig escribe: "Edith era esa imperturbabilidad que se encontraba en la última posición de su obra y su sufrimiento, esa valentía inquebrantable, esa fijeza de dirigirse a un único último fin":
Los oficiales de la SS gritaron a la hermana Benedicto, que se encontraba tras las rejas de la sala de visitas del convento: "¡Salga inmediatamente de ahí volando!". Ella contestó serenamente: "Hagan ustedes lo mismo y muéstrenme así como se hace". Por los demás, es conocido el camino de sufrimiento por el que cruzó el campamento de Amersfort hasta el de Westerbok, donde llegó el 2 ó 3 de agosto.

Todos los que ahí conocieron a Edith, fueron conscientes de la paz sobrenatural, la tranquilidad interior y la entrega a Dios que la animaban y que ella irradiaba. Unos minutos antes de ser transportada, un hombre de confianza le ofreció transmitir un mensaje al cardenal Jong para interceder por ella y sus compañeras. La hermana Benedicto sonrió y dijo: "No, por favor, no lo haga. ¿Por qué intentar una excepción para mí y mi grupo? Precisamente es de justicia que no queramos sacar provecho de nuestro bautismo. Si no puedo compartir la suerte de los demás judíos, mi vida quedaría aislada, pero ahora debo ser solidaria"
.
En el campo de Westerbok nadie imaginaba que el propio cardenal Jong ya había mandado, la mañana del 2 de agosto, un telegrama al cuartel del gobernador nazi, al cual no se había dado respuesta alguna.

Sabemos hoy que Edith Stein se dirigió al carro que debía transportarla junto con otros 1,200 prisioneros a Auschwitz, acompañada de su hermana Rosa. Sólo ha quedado un testigo presencial que pueda informar sobre las últimas horas de las víctimas del transporte del 7 de agosto de 1942, el mercader judío Jesaja Veffer, de Ámsterdam, quien se encontraba en Auschwitz el 9 de agosto y fue el único superviviente del transporte.

El 19 de mayo y el 1º de junio de 1964 fue interrogado por la policía de los Países Bajos en Ámsterdam, y explicó que había que suponer que las mujeres vestidas con hábitos religiosos fueron asesinadas en las cámaras de gas, de la misma manera que todas las demás mujeres y niños. Por otra parte, los hombres más robustos se les seleccionaban a la llegada del transporte y no se les mataba. Entre ellos se encontraba él, Veffer.

Fue beatificada el 2 de mayo de 1987 en Colonia (Alemania, por el Papa Juan Pablo II. El Papa Juan Pablo II canonizó a la judía, filósofa, monja, mártir y beata, Teresa Benedicta de la Cruz de la Orden del Carmelo, el 11 de octubre de 1998 en la Basílica de San Pedro en Roma. Fue también este Papa quien la declaró co-patrona de Europa el 1 de octubre de 1999, en el marco de la apertura del Sínodo de Europa.




Redacción

La principal razón para conservar la memoria de este santo obispo en el calendario universal de la Iglesia, estriba en su decisión de defender la integridad de la fe y de no dejarse intimidar por la fuerza brutal del estado, representado entonces por el emperador Constancio.

Después de tres siglos de larga persecución pagana, la Iglesia había recobrado la libertad por medio de Constantino. Bajo su hijo Constancio surgió una nueva persecución a causa de la herejía del arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo. Esta había sido solemnemente formulada por el Concilio ecuménico de Nicea en el 325. El defensor más valiente de esta fe, en el oriente, era el obispo Atanasio de Alejandría. En el occidente surgieron dos figuras: el Papa Liberio y Eusebio, el obispo de Vercelli, en Italia del norte. El arrianismo pudo propagarse por la coacción externa del emperador Constancio, influenciado por la emperatriz.

A instancias del Papa, el obispo Eusebio convocó a un concilio en Milán en el 355, para reconfirmar la doctrina católica del Concilio de Nicea, y para rehabilitar al obispado Atanasio, ya desterrado por el poder civil, y a muchos otros obispos católicos perseguidos. Eusebio y el obispo de Cagliari rechazaron en Milán, delante del emperador, la presión del estado en contra del obispo Atanasio, y sus injerencias en los asuntos puramente eclesiásticos. Eusebio puso el Credo de Nicea en la mesa y exigió que todos lo firmaran antes de seguir adelante. El emperador se impuso apoyado por los arrianos, gritando: " ¡El Credo se defina según mi voluntad!>". Poco faltó para que mandara matar al propio Eusebio. Después hizo llevar atado al valiente obispo por las calles de Vercelli rumbo al destierro.

Durante siete años llevó esta cruz, primeramente en el Cáucaso, después en Capadocia y por fin en los desiertos de Egipto. Allí tuvo la suerte de encontrar al obispo confesor Atanasio.

Con la muerte de Constancio, nuestro santo pudo regresar a Vercelli. En su trabajo personal se hizo famoso al introducir por vez primera la vida común de los sacerdotes de una zona pastoral en su compañía. Este ejemplo movió más tarde a San Agustín para imitarlo en su diócesis de Hipona.

 “El predicador del Evangelio será aquel, que aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres o de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No oscurece la verdad revelada por la pereza de buscarla, por comodidad, por miedo”. 
E.N., n. 78.



Redacción

Pantaleón significa en griego "el que se compadece de todos". Médico nacido en Nikomedia (actual Turquía). Fue decapitado por profesar su fe católica en la persecución del emperador romano Diocleciano, el 27 de julio del 305.

Lo que se sabe de San Pantaleón procede de un antiguo manuscrito del siglo VI que está en el Museo Británico. Pantaleón era hijo de un pagano llamado Eubula y de madre cristiana. Pantaleón era médico. Fue médico del emperador Galerio Maximiano en Nicomedia. Conoció la fe pero se dejó llevar por el mundo pagano en que vivía y sucumbió ante las tentaciones, que debilitan la voluntad y acaban con las virtudes, cayendo en la apostasía.

Un buen cristiano llamado Hermolaos le abrió los ojos, exhortándole a que conociera "la curación proveniente de lo más Alto", le llevó al seno de la Iglesia. A partir de entonces entregó su ciencia al servicio de Cristo, sirviendo a sus pacientes en nombre del Señor.

En el año 303, empezó la persecución de Diocleciano en Nikomedia. Pantaleón regaló todo lo que tenía a los pobres. Algunos médicos por envidia, lo delataron a las autoridades. Fue arrestado junto con Hermolaos y otros dos cristianos. El emperador, que quería salvarlo en secreto, le dijo que apostatara, pero Pantaleón se negó e inmediatamente curó milagrosamente a un paralítico para demostrar la verdad de la fe. Los cuatro fueron condenados a ser decapitados. San Pantaleón murió mártir a la edad de 29 años el 27 de julio del 304. Murió por la fe que un día había negado. Como San Pedro y San Pablo, tuvo la oportunidad de reparar y manifestarle al Señor su amor. Las actas de su martirio nos relatan sobre hechos milagrosos: trataron de matarle de seis maneras diferentes; con fuego, con plomo fundido, ahogándole, tirándole a las fieras, torturándole en la rueda y atravesándole una espada. Con la ayuda del Señor, Pantaleón salió ileso. Luego permitió libremente que lo decapitaran y de sus venas salió leche en vez de sangre y el árbol de olivo donde ocurrió el hecho floreció al instante. Podría ser que estos relatos son una forma simbólica de exaltar la virtud de los mártires, pero en todo caso, lo importante es que Pantaleón derramó su sangre por Cristo y los cristianos lo tomaron como ejemplo de santidad.

En Oriente le tienen gran veneración como mártir y como médico que atendía gratuitamente a los pobres. También fue muy famoso en Occidente desde la antigüedad. Se conservan algunas reliquias de su sangre, en Madrid (España), Constantinopla (Turquía) y Ravello (Italia). Una porción de su sangre se reserva en una ampolla en el altar mayor del Real Monasterio de la Encarnación en Madrid de los Austrias, junto a la Plaza de Oriente, Madrid, España. Fue tomada de otra más grande que se guarda en la Catedral italiana de Ravello. Fue donada al monasterio junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. En Madrid lo custodian las religiosas Agustinas Recoletas dedicadas a la oración. Hay constancia de que la reliquia ya estaba en la Encarnación desde su fundación en el año 1616.

La sangre, en estado sólido durante todo el año, se licuefacciona sin intervención humana. Esto ocurre en la víspera del aniversario de su martirio, o sea, cada 26 de julio. El monasterio abre las puertas al público para que todos sean testigos. En algunas ocasiones, la sangre ha tardado en solidificarse para señalar alguna crisis, como ocurrió durante las dos guerras mundiales. Muchas veces se ha intentado explicar el fenómeno mediante mecanismos netamente naturales, como la temperatura o las fases de la luna. Sin embargo, ninguna de las explicaciones ha resultado satisfactoria para la ciencia. La iglesia no se ha definido sobre el milagro. Las hermanas dicen sencillamente que es "un regalo de Dios". Para facilitar la vista del público y evitar el deterioro de la reliquia, en el 1995 las religiosas instalaron monitores de televisión que aumentan diez veces la imagen de la cápsula que contiene la sangre del santo.



Redacción

Desde el siglo II arranca una tradición que atribuye a los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Santísima Virgen María. En el siglo VI, el culto a Santa Ana se introdujo en la Iglesia oriental. En el siglo X pasó a la Iglesia occidental. El culto a San Joaquín  fue más reciente. Las virtudes de estos dos esposos se nos manifiestan por su fruto tal como nos dice el Señor: "Un árbol bueno no puede producir frutos malos… Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 20). El fruto de estos dos santos fue superior a la ley natural, pues engrandaron para el mundo a la Inmaculada Madre de Dios y Reina de los Ángeles.

Los datos sobre la vida de San Joaquín y de Santa Ana, se nos narran en ciertos libros apócrifos. Algunos de ellos se podrían aceptar como verídicos, ya que presentan una respetable tradición. En la imposibilidad de discernir con certeza cuáles sean estos, reflexionaremos sobre hechos que nos den fe, repasando algo de lo que hacía una buena familia judía con respecto a la educación de sus hijos.

Joaquín y Ana tuvieron mucho que ver en la instrucción de María durante su niñez y su juventud. Nada era más importante para las familias judías que la enseñanza de la Torah, o los cinco primeros libros de la Biblia. La transmisión de los principios religiosos y éticos se fundaba en el mandamiento bíblico: "Ten cuidado y guárdate bien, no vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñalas, por el contrario, a tus hijos y a los hijos de tus hijos" (Deut 4, 9).

En los tiempos bíblicos, los niños recibían su educación práctica y religiosa directamente de sus padres. Después, la sinagoga vino a ser no sólo casa de oración, sino casa de estudios y quizá también para los niños.

Por regla general, las niñas estaban excluidas de aquella educación especial. Su formación práctica la recibían de sus madres, aunque hubo numerosas mujeres judías que adquirieron un alto nivel de conocimientos.

El espíritu de unión de la familia estaba muy desarrollado. Su influencia en la vida pública era grande. Corona de los ancianos eran sus hijos. Al padre que engendraba un hijo insensato, se le consideraba desgraciado para toda la vida.

Las bendiciones de la familia judía, que los padres transmitían a sus hijos, se resumían en el párrafo del Deuteronomio: "Bendito serás en la ciudad y bendito en el campo. Bendito será el fruto de tus entrañas y el producto de tu suelo… Bendito cuando entres y cuando salgas… Yahvé hará de ti un pueblo consagrado a él, como te lo ha jurado, si tú guardas los mandamientos de Yahvé tu Dios y sigues sus caminos" (Dt 28, 3). Y en el Levítico: "Estableceré mi morada en medio de vosotros y no os rechazaré. Me pasearé en medio de vosotros; yo seré para vosotros un Dios y vosotros seréis para mí, un pueblo" (Lv 26, 3).

La liturgia nos habla de San Joaquín y Santa Ana con estas palabras:
Oh bienaventurados esposos, que os esforzasteis en vivir siempre de una manera agradable a Dios y digna de la que tuvo en vosotros su origen. Con vuestra conducta os hicisteis merecedores de ofrecer al mundo la joya de la virginidad, quien, de un modo admirable y excepcional fue siempre Virgen en su mente, en su alma y en su cuerpo".




Redacción

San Apolinar fue el primer obispo de Ravena y él único mártir de dicha ciudad cuyo nombre se conoce. Según las actas de su martirio, Apolinar nació en Antioquía, donde fue discípulo de San Pedro, quien luego lo nombró obispo de Ravena. El santo además fue uno de los mártires más famosos en la Iglesia primitiva, y la gran veneración que se le profesaba es el mejor testimonio de su santidad y espíritu apostólico.

Debido a las muchas conversiones que logró en su ciudad natal, el santo fue desterrado por las autoridades; entonces San Apolinar fue a predicar a Bolonia, pero de nuevo tuvo que partir al exilio y durante la travesía, naufragó en las costas de Dalmacia, donde fue maltratado por predicar el Evangelio.

Apolinar volvió tres veces a su sede, y otras tantas fue capturado, torturado y desterrado nuevamente.

Vespasiano publicó un decreto por el que condenaba al destierro a todos los cristianos; San Apolinar consiguió esconderse algún tiempo, pero fue descubierto por el pueblo quien lo golpeó hasta dejarlo muerto. San Pedro Crisólogo, el más ilustre de los sucesores del santo, lo calificó de mártir, y añadió que Dios preservó la vida de Apolinar durante largo tiempo para bien de su iglesia, y no permitió que los perseguidores le quitasen la vida.



Redacción

Estas dos santas fueron dos hermanas que nacieron en Sevilla, en el seno de una familia muy modesta pero de firmes costumbres y sólida fe cristiana. En aquella época España era dominada por los romanos, y con ellos, la idolatría y la corrupción.

Mientras tanto las dos hermanas se conservaban en santidad y pureza de costumbres, empleando todo su cuidado en conocer el Evangelio, en su propia santificación y en beneficio de sus prójimos. Todos los años celebraban los idólatras fiestas en honor de Venus, recordando la tristeza de ésta en la muerte de su adorado Adonis. Las mujeres recorrían las calles de la ciudad llevando al ídolo en sus hombros, importunaban a todos y les pedían una cuantiosa limosna para la festividad. Al llegar a la casa de Justa y Rufina, les exigieron adorar al ídolo; las dos santas se negaron y las mujeres, enfadadas, dejaron caer el ídolo rompiendo muchas vasijas. Las santas, horrorizadas por ver en su casa un ídolo, cogieron el ídolo y lo hicieron pedazos, provocando la ira de los idólatras que se lanzaron contra ellas.

Diogeniano, prefecto de Sevilla, las hizo prisioneras, las interrogó y las amenazó con crueles tormentos si persistían en la religión cristiana, a la vez que les ofrecía grandes recompensas y beneficios, si idolatraban a los ídolos. Las santas se opusieron con gran valor a las inicuas propuestas del prefecto, afirmando que ellas sólo adoraban a Jesucristo. El prefecto mandó que las torturasen con garfios de hierro y en el potro, creyendo que cederían ante los tormentos, pero ellas soportaban todo con alegría y sus ánimos se fortalecían a la vez que crecían las torturas. Mandó entonces a encerrarlas en una lóbrega cárcel y que allí las atormentasen lentamente con hambre y con sed. Pero la divina Providencia les socorría y sustentaba con gozos inefables, según las necesidades del momento, provocando el desconcierto de los carceleros. Luego, el prefecto quiso agotarlas obligándoles a seguirle descalzas en un viaje que él iba a hacer a Sierra Morena; sin embargo, aquel camino pedregoso era para ellas como de rosas. Volvieron a meterlas en la cárcel hasta que murieran. Santa Justa, sumamente debilitada, entregó serenamente su espíritu, recibiendo las dos coronas, de virgen y de mártir. El prefecto mandó lanzar el cuerpo de la virgen en un pozo, pero el obispo Sabino logró rescatarlo.

El Prefecto creyó que, estando sola, sería más fácil doblegar a Rufina. Pero al no conseguir nada, mandó llevarla al anfiteatro y echarle un león furioso para que la despedazase. El león se acercó a Rufina y se contentó con blandir la cola y lamerle los vestidos como un corderillo. Enfurecido el Prefecto, mandó degollarla. Asi Rufina entregó su alma a Dios. Era el año 287. Se quemó el cadáver para sustraerlo a la veneración, pero el obispo Sabino recogió las cenizas y las sepultó junto a los restos de su hermana. Su culto se extendió pronto por toda la iglesia. Famoso y antiquísimo es el templo de Santa Justa en Toledo, el primero de los mozárabes.



Redacción

Una de las causas de la miseria del mundo es el hecho de que faltan hombres capaces y responsables como políticos y gobernantes. El mismo Señor afirma en el Evangelio de San Juan, que él solo es el Buen Pastor y que de los demás hombres no se puede esperar mucho. En San Mateo 20, 25, Cristo dice que los gobernantes de este mundo esclavizan a sus pueblos y los grandes los dominan como dictadores.

Sin embargo, no han faltado nunca reyes y gobernantes en la historia que trataron de servir al bien común del pueblo. Hombres que han administrado el poder con responsabilidad, es decir, con la conciencia de que tienen que dar una respuesta sobre el tiempo de su gobierno, al que es “Rey de reyes”.

La Iglesia honra como santos al emperador Enrique de Alemania y a su esposa Cunegunda. Con razón la emperatriz ha sido también canonizada. Es una verdad bien probada que las esposas de los gobernantes influyen decisivamente para el bien o para el mal.

Enrique fue educado por el santo obispo Wolfgang de Regensburgo, que logró abrir su mente a los problemas del mundo y de la Iglesia católica. Comprendió y apoyó la reforma que emprendió el obispo en contra de los clérigos y frailes que trataban de enriquecerse. 

En el año 1002, Enrique de Bavaria fue elegido el rey de Alemania. En sus 20 años de gobierno su meta principal fue la de crear una paz duradera en el interior, actuando en contra de gobernantes y príncipes que explotaban a los campesinos. A la vez prestó su ayuda a la Iglesia para la restauración de los conventos benedictinos y la colocación de obispos dignos y misioneros.

Casi todos los años se celebraron sínodos nacionales, a los cuales él mismo asistía, como persona consagrada. El Papa Benedicto VIII había puesto sobre las cabezas de Enrique y Cunegunda, personalmente, las coronas de un reino y rezado la liturgia medieval de la consagración de reyes. Innumerables fueron los donativos materiales que regalaron los cristianos reyes a instituciones eclesiásticas, particularmente a la diócesis misionera de Bamberg, creada por el emperador.

Enrique y Cunegunda no tenían hijos, probablemente por una enfermedad renal del rey, de la cual estuvo sufriendo desde el principio de su gobierno. Ambos declararon, en documentos que se conservan, que Cristo debía ser su heredero. La fidelidad del rey a la Iglesia fue recompensada por una visita personal del Papa Benedicto VIII, durante las fiestas pascuales del año 1020, para la consagración de la nueva abadía benedictina en San Esteban, en Bamberg.

El Papa Eugenio III canonizó al emperador Enrique en 1146. El motivo  principal de la inscripción, en el registro de los santos reconocidos, era la piedad personal del rey, su humildad y sus penitencias unidas a una vida matrimonial ejemplar.

Después de la muerte del rey, Cunegunda entró como sencilla religiosa en la abadía benedictina de Kaufungen, construida por ella misma.

En la preciosa catedral de Bamberg, regalo de estos santos esposos, descansan sus restos mortales. El Papa Inocencio III declaró santa a Cunegunda en 1200. En el calendario litúrgico de Alemania se ordenó que los dos esposos deben ser celebrados juntos.

"A los laicos pertenece por propia vocación buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo en los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad". L.G., n. 31.



Redacción

Lo más famoso de este santo es lo que le sucedió un Viernes Santo. Iba por un camino rodeado de varios militares amigos suyos, y de pronto se encontró en un callejón con el asesino de su hermano. El enemigo no tenía para dónde huir, y Juan dispuso matarlo allí mismo. Pero a aquel hombre se le ocurrió una feliz idea: se arrodilló, puso sus brazos en cruz y le dijo: “Juan, hoy es Viernes Santo. Por Cristo que murió por nosotros en la cruz, perdóname la vida”: Al ver Gualberto aquellos brazos en cruz, se acordó de Cristo crucificado. Se bajó de su caballo. Abrazó a su enemigo y le dijo: “Por amor a Cristo, te perdono”.

Siguió su camino y al llegar a la próxima iglesia se arrodilló ante la imagen de Cristo Crucificado y le pareció que Jesús inclinaba la cabeza y le decía: “Gracias Juan”.

Desde aquel día su vida cambió por completo. En premio de su buena acción Jesús le concedió la vocación. Y el joven guerrero dejó sus uniformes militares y sus armas y se fue al convento de los monjes benedictinos de su ciudad a pedir que lo admitieran de religioso.

El había nacido en Florencia (Italia), de familia muy rica y su único hermano había sido asesinado. Era heredero de una gran fortuna, y su padre deseaba que ocupara altos puestos en el gobierno. Por eso se opuso totalmente cuando supo que el hijo se quería hacer religioso. Se fue furioso al convento y exigió al superior que le devolvieran a Juan inmediatamente.

El Superior no sabía qué determinación tomar, pero el joven se cortó su larga cabellera, se puso el sencillo hábito de monje, se dedicó a leer un libro sagrado y le dijo al sacerdote: “Dígale a mi padre, que pase y hablamos”. Cuando el papá vio al antiguo guerrero convertido en sencillo y piadoso monje, se echó a llorar, y dándole su bendición se retiró. Ahora su hijo emprendería una carrera más heroica que la de las armas.

En aquellos tiempos el peor defecto que había en la Iglesia Católica era que algunos compraban por dinero los altos cargos, y así llegaban a dirigir la Santa Iglesia algunos hombres indignos. Simonía, se llama este gran pecado. Y sucedió varios años después que en el convento de Florencia donde estaba Juan, murió el superior, y uno de los monjes se fue donde el obispo y con dinero obtuvo que lo nombraran a él superior. Y lo malo era que también aquel obispo había comprado su cargo con dinero.

Gualberto no pudo soportar esta indignidad, y se retiró de aquel convento con otros monjes y antes de salir de la ciudad, declaró públicamente en la plaza principal que el superior del convento y el obispo merecían ser destituidos porque habían cometido el pecado de simonía, comprando con dinero sus cargos.

Se fue a un sitio sumamente apartado  y silencioso, llamado Valleumbroso y allá fundó un monasterio de monjes benedictinos que se propusieron cumplir exactamente todo lo que San Benito había recomendado a sus monjes. Este monasterio llegó a ser muy famoso, y le llegaron vocaciones de todas partes. Con los mejores religiosos de su nuevo convento, fue fundado Juan Gualberto varios monasterios más y así logró ir difundiendo por muchas partes de Italia las buenas costumbres, y fue atacando sin misericordia la simonía, y las costumbres  corrompidas. Las gentes sentían enorme veneración por él.

Después de haber logrado que muchísimas personas abandonaran sus vicios y se convirtieran y que muchos sacerdotes empezaran a llevar una vida santa, y gozando del enorme aprecio del Sumo Pontífice y de numerosos obispos, murió el 12 de julio del año 1073, dejando muchos monasterios de religiosos que trataban de imitarlo en sus virtudes y llegaron a gran santidad.
Que sus ejemplos sean de gran provecho para nuestra alma.

“SI PERDONAIS A LOS DEMÁS SUS OFENSAS, TAMBIÉN MI PADRE CELESTIAL OS PERDONARÁ VUESTROS PECADOS” (Jesucristo).



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Fundador de los Clérigos Regulares de San Pablo.

A veces nosotros los católicos podemos tomar ejemplo de los fieles de otras religiones, que incansablemente predican, explican la Biblia y promueven la penitencia. Afortunadamente para la verdadera Iglesia de Cristo, nunca faltaron estos hombres generosos inspirados en las necesidades de la misma.

En una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia, en la primera parte del siglo XVI, en tiempos de la reforma protestante, surgió en el norte de Italia un joven apóstol, modelo para nuestros tiempos. Nacido en Cremona en 1502 de familia noble, sintió la vocación de ayudar a sus hermanos como médico. Ganó fácilmente su doctorado en medicina. En medio de sus actividades, leyó la Biblia y se sintió especialmente atraído por las epístolas de San Pablo. Formó un círculo bíblico con sus amigos y, después de comprender que podría ayudar mejor a sus hermanos como sacerdote, empezó a estudiar la sagrada teología, con la mira de no perseguir ningún beneficio eclesiástico. Después de su ordenación, guiado por el espíritu de San Pablo, organizó comunidades de base en medio del pueblo, para combatir su tremenda ignorancia religiosa.

Para promover la espiritualidad cristocéntrica en el clero, se trasladó a Milán, en donde tomó contacto con el oratorio “Eterna Sabiduría”, una comunidad de vida ascética, que contaba entre sus socios a los futuros Sumos Pontífices Pío IV y Pío V. En 1530, el padre Zacaría y otros dos sacerdotes fundaron una asociación de clérigos regulares, es decir que aceptaban una regla común de vida y de apostolado, sin hacerse frailes. Aprobada su comunidad por el Papa Clemente VII, tomaron el nombre de Clérigos Regulares de San Pablo o también “barnabitas”, en honor de su primera iglesia, dedicada a San Bernabé el compañero de San Pablo.

Predicaban en las iglesias, en las calles y en los hospitales, donde vieran que el pueblo lo necesitaba. Vivían en rigurosa pobreza. Fomentaban los círculos matrimoniales y promovían la fundación de una congregación de religiosas para la asistencia de la juventud femenina descarriada.

Una parte importante de su apostolado fue el fomentar en el pueblo el amor al Santísimo Sacramento.

Hasta el día de hoy conserva la Iglesia una preciosa tradición iniciada por Antonio María Zacaría, la adoración durante 40 horas, llamada el Jubileo de las 40 horas.

Otra tradición promovida por él sigue todavía en las zonas de vida rural: el toque de las campanas todos los viernes a las tres de la tarde, para recordar la muerte de Cristo.

Extenuado por tantas actividades a favor de los demás, como otro San Pablo, nuestro joven sacerdote murió en los brazos de su madre el año de 1539. Contaba apenas 37. Al entrar San Carlos Borromeo en Milán, en 1565, como nuevo arzobispo, encontró el terreno bien preparado para las reformas del Concilio de Trento.

El fuego del amor que había encendido un solo sacerdote, se habría de propagar a otros sacerdotes, hermanas y seglares.

San Antonio María Zacaría fue canonizado por el Papa León XIII en 1897.

"La adoración a Cristo en este Sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las 40 horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, congresos eucarísticos".
Juan Pablo II, El misterio y el culto de la Eucaristía, n. 3.



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San Pedro era pescador en el lago de Tiberíades o de Galilea. Nació en Betsaida, población que se supone estaba cercana a Cafarnaum. Se llamaba Simón y era hijo de Jonás o Juan. Su hermano se llamaba Andrés y fue también de los Doce, como él.

Como el Evangelio habla de la suegra de Simón, se deduce que éste era casado. Andrés fue uno de los dos discípulos de Juan el Bautista que vio por primera vez a Jesús. Después de una entrevista con él, llevó a Simón con Jesús, el cual le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú serás llamado Cefas, que en arameo significa Piedra" (Sn Jn 1, 36) Los acontecimientos que siguieron explicarán el sentido del nuevo nombre simbólico.

San Mateo, San Marcos y San Lucas narran la vocación de Pedro al apostolado. San Lucas añade el episodio de la pesca milagrosa, cuando Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: "Señor, apártate de mí porque soy un hombre pecador". Jesús contestó: "No temas, desde ahora serás pescador de hombres" (Sn Lc 5, 8-10). San Pedro ocupa siempre el primer puesto en el Colegio de los Apóstoles.

Jesús le dirigió la palabra en las ocasiones solemnes. En los principales misterios, Pedro fue su compañero y su testigo.

"Hallándose Jesús en Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Y ellos respondieron “Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías; otros que Jeremías, o alguno de los profetas”. Jesús les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Respondió Simón Pedro: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Al oír las palabras de Simón, Jesús hizo un comentario solemne: “Bienaventurado eres tú Simón, hijo de Juan, porque ni la carne ni la sangre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Lo que atares en la tierra, será atado al cielo; y lo que desatares en la tierra, será desatado en el cielo”" (Sn Mt. 16, 13-19). El hijo de Jonás quedó constituido por Cristo como cabeza de su Iglesia.

Después de estas palabras que hicieron de Pedro el fundamento y la piedra angular de la cristiandad, vaciló algunas veces su fe en el Maestro. En el trance supremo de la Pasión de Jesús, negó al Salvador por tres veces, pero después lloró lágrimas amargas de dolor. Su arrepentimiento fue rápido y sincero. Cuando el Espíritu Santo bajó sobre los discípulos, reunidos con María en el Cenáculo, Pedro cumplió el mandamiento del Señor resucitado, quien le había retornado su amistad a orillas del mar de Galilea diciéndole: "Apacienta mis ovejas" (Sn Jn 21, 15). Pedro inició la predicación eclesiástica de la Buena Nueva convirtiendo a los primeros tres mil discípulos. Después de la Ascensión del Señor, por iniciativa de Pedro, se eligió a Matías como sucesor del apóstol que había  sido traidor. De camino al templo con Juan, le dijo al cojo de nacimiento: "Levántate y anda" (Hc 3, 6).

San Pedro, después de la Ascensión, vivió por algún tiempo en Jerusalén, confirmando a sus hermanos de aquella ciudad y de los alrededores. En Cesarea de Palestina, abrió las puertas de la Iglesia a la gentilidad en la persona del centurión y su familia. Fue encarcelado por Herodes Agripa y liberado por un ángel.

Una tradición muy respetable atribuye al Príncipe de los Apóstoles la fundación de la cátedra de Antioquía. Presidió el Concilio Apostólico de Jerusalén, hacia el año 50.

Por último, San Pedro llegó a Roma y fue su primer obispo. La fecha de la llegada, la duración del episcopado, el año de su martirio son cuestiones inciertas, sobre las cuales se discute con diversos resultados. La muerte de San Pedro no pudo ser un episodio oscuro. En el último capítulo del Evangelio de San Juan, le dice Jesús a Pedro: "”…cuando seas viejo, extenderás los brazos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras…” Él le dijo eso aludiendo al género de muerte con el cual (Pedro) debía glorificar a Dios" (Sn Jn 21, 18-19). Esta es una confirmación clarísima del suplicio del Apóstol. San Clemente, que recuerda la persecución de Nerón, une a Pedro y a Pablo a las víctimas inmoladas después del incendio de Roma, y lo muestra como el representante más elocuente de la tradición romana.

Entre los más fanáticos perseguidores de los cristianos de Jerusalén, sobresalía un helenista de Tarso, de nombre Saulo, discípulo del célebre rabino Gamaliel, que después sería el gran Apóstol de los Gentiles, San Pablo, cuya memoria se unirá siempre a la del Príncipe de los Apóstoles.

Era hombre culto, que hablaba el griego. Como buen fariseo sabía un oficio: el de hacer tiendas. Es moralmente cierto que no era casado ni rabino. No sabemos exactamente cuándo nació y es casi seguro que no conoció a Jesús durante su vida mortal.

Su milagrosa conversión se celebra en otro día del calendario litúrgico. Después de ella se retiró al desierto arábigo, para ser transformado por Dios en el Apóstol de las gentes.

Acompañado por Bernabé, emprendió tres largos viajes famosos y ganó para Cristo muchas almas en Asia Menor, Creta, Macedonia, Grecia, etc. Fundó iglesias en los más importantes sitios del mundo romano. Las grandes ciudades fueron su patria y el escenario preferido de su actividad. Escribió 14 cartas importantísimas y formó con ellas el núcleo de la teología cristiana.

Finalmente, después de una vida de gracias y de beneficios al prójimo, fue encarcelado en Jerusalén.
Más de cuarenta judíos juraron no comer ni beber hasta haberle dado muerte. Pasó dos largos años prisionero en Cesarea, y ante las insidias de sus enemigos se vio forzado a apelar al César, como ciudadano romano que era. En Roma termina su historia cierta. Es probable que haya visitado España después de haber estado prisionero dos años en la capital del imperio.

Cayó, según la tradición, bajo la espada del verdugo en la persecución de Nerón, probablemente en el año 67, el mismo año en que moría crucificado cabeza abajo el Apóstol Pedro.

"Los Doce, presididos por Pedro, fueron escogidos por Jesús para participar de esa misteriosa relación suya con la Iglesia. Fueron constituidos y consagrados por Él como sacramentos vivos de su presencia, para hacerlo visiblemente presente, Cabeza y Pastor en medio de su Pueblo. De esta comunión profunda en el misterio fluye, como consecuencia, el poder de “atar y desatar”. Considerado en su totalidad, el ministerio jerárquico es una realidad de orden sacramental, vital y jurídico como Iglesia". D.P., n. 258.

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