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José Mercadillo Miranda*

Con la debida autorización de mi amadísimo Prelado el Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo Doctor Don Emeterio Valverde Téllez (q.e.p.d.) abrí un pequeño y humilde consultorio médico gratuito, en la calle de Hernández Macías número 91, en donde estuvo mi segundo domicilio en esta ciudad, allá por el año de 1934, ya que mis estudios de medicina me daban conciencia de responsabilidad en la intervención de los pacientes.

Frecuentemente era invitado por el doctor García Peña para ayudarle en la atención de sus enfermos, dando cloroformo a los que iba a operar, preparando los instrumentos, etc. Pronto se vio concurrido mi consultorio, y, por beneficio de Dios, varios fueron los que se vieron libres de penosas enfermedades después de tratamientos adecuados.

Debido a esto, cuando me llamaban del hospital para ir a confesar a los enfermos graves empezaron las enfermeras por consultarme sobre algunos de los pobrecitos encamados y como más de alguna vez acertara a aliviarlos con las medicinas que les daba, poco a poco me fue haciendo la costumbre de ir todos los días a pasar una especia de visita ordinaria, sin que el señor director se enterara de esa aplicación de mis aflicciones, que tan a satisfacción me resultaban, ya que por otra parte, él casi no iba al hospital ni hacía tampoco esas visitas.

Un día me llamaron por la tarde urgentemente para que fuera a confesar a un herido. Acudí sin tardanza y cuando terminé la atención espiritual, una de las enfermeras me dijo que el doctor había ordenado que al día siguiente, muy temprano, amputaría el brazo al herido.

-¡No quiere ud.verlo?, me dijo

-Si ya el doctor lo vio y ordenó eso, yo creo que ya no hay para que molestar más al enfermo.

-Cuando menos para saber su opinión, me respondió.

Me dejé llevar por la curiosidad y después de examinarlo, me resolví a hacerle una curación, sacándole la bala que tenía alojada en el brazo izquierdo.

Vendamos, inyectamos y esperamos la intervención divina.

Más o menos a la hora indicada,llegó al día siguiente el doctor, y, por su parte, la enfermera encargada de la sala de operaciones tenía todo preparado para la amputación, pero el enfermo estaba ya sin temperatura alta, sin dolor en el brazo y positivamente mejor.

-No me corte mi brazo, le dijo en tono de súplica Onofre Briones Jr. al doctor, yo me siento bien...

-¡Cómo que te sientes bien!

-Sí, dijo alegremente...

Entonces fijándose el doctor en el vendaje dijo:

-¿Qué pasó con este enfermo...?

Todos se cruzaron entre sí miradas que sin duda hicieron sospechar al médico y en seguida preguntó:

-¿Quién curó a este enfermo y puso ese vendaje?

Briones contestó y dijo ingenuamente lo que había sucedido. Oyó el doctor el relato moviendo la cabeza en señal de desaprobación, pero sin decir nada; de pronto uno de los mozos que estaba ahí cerca y se había dado cuenta de las preguntas y respuestas, dijo también:

-Bueno, yo creo que eso no tiene nada que ver, pos el padre Mercadillo todos los día spasa visita alas salas...

Me platicaron después las enfermeras que todos se quedaron helados... Se había descubierto totalmente mi diligencia de curandero y, ya ni modo. ¡Qué caída del mecate!

Desde luego ya no volví a hacer más visitas ordinarias a las salas de enfermos del hospital civil de San Juan de Dios, y le doy gracias al Señor de que no me hubiera acusado ante el señor gobernador o ante el jefe de salubridad por andar ejerciendo gratis, la medicina in título. Por fortuna, tampoco le amputaron el brazo al herido.

*Tomado de:
Anécdotas sin importancia
Segunda edición
José Mercadillo Miranda
Imp. San Miguel
Cuadrante No. 24
San Miguel de Allende, Gto., México.
Primera Edición: 15 de septiembre de 1960
Segunda Edición: 29 de junio de 1983.
Tiro: 2,000 ejemplares
Páginas 27-30


José Mercadillo Miranda*

El sucedido que aquí se relata tuvo lugar en el edificio donde, en el tiempo que ocurrió el mismo hecho, estaban establecidos, a la vez, en San Miguel de Allende, el asilo de ancianas y la academia Sor Juana Inés de la Cruz para señoritas.(1)

En esta última institución había la costumbre de hacer ejercicios espirituales de encierro en determinada época del año, cuando esta llegó, la directora de la referida academia, que era una religiosa dominica llamada Mercedes Álvarez, preparó todo lo necesario para hospedar a las ejercitantes, que eran más o menos cuarenta jóvenes.

El segundo día de ejercicios, siguiendo el horario y el orden de las distribuciones, dí, como a las siete de la noche, la meditación acerca de la muerte. Durante el curso de mi explicación, estuve un tanto preocupado, porque, no obstante la seriedad del asunto, algunas de mis oyentes estaban distraídas y concedían poca importancia al tema.

Como es costumbre, les hablé de las diversas clases de muertes, y recuerdo muy bien que hice hincapié en la desgracia de la muerte repentina, trayendo a la memoria la súplica que se hace en la Letanía de los Santos: "De la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor".

Al salir de la distribución hice notar a la directora la falta de recogimiento de las señoritas ejercitantes, y ella me ofreció llamarles la atención sobre su comportamiento.

Al día siguiente, como a las nueve de la mañana, llegó a mi domicilio la sirviente de la academia para decirme que la madre Álvarez me necesitaba con urgencia. Fui enseguida y me encontré con la sorpresa de que varias alumnas que se distinguían por sus travesuras, habían estado una hora antes, divirtiéndose en un patio perteneciente al asilo de ancianas que, como se dice, estaba en el mismo edificio, y me informaron que, entre otros juegos, se habían dedicado a lanzar piedras a la ventana de Lucita, una anciana asilada, que tenía la costumbre de encerrarse en su cuarto a piedra y cal, como vulgarmente se dice, y que, al ver que no les hacía el menor caso, abrieron uno de los postigos de la referida ventana, diciéndole en tono de broma:

-Lucita, no seas floja; levántate porque ya es muy tarde.

Pero, ¿Cuál nos ería su sorpresa al descubrir que Lucita estaba muerta sobre su cama, en torno de la cual, el perrito y el gato, fieles compañeros de la asilada, daban vueltas y terroríficos aullidos...?

En cuanto llegué a la Academia, las inquietas alumnas corrieron hacia mí, para decirme llenas de estupor, con el rostro desencajado y la voz trémula:

-Padre, padre, se murió Lucita, se murió Lucita... Venga a ver... murió sin que nadie se diera cuenta de ello... del mismo modo que Ud. nos dijo anoche... ¡Qué terrible es la muerte repentina...!

Desde ese instante hubo gran recogimiento en los ejercicios.

(1) - Actualmente esta casa es de la propiedad de D. Francisco Redondo.

*Tomado de:
Anécdotas sin importancia
Segunda edición
José Mercadillo Miranda
Imp. San Miguel
Cuadrante No. 24
San Miguel de Allende, Gto., México.
Primera Edición: 15 de septiembre de 1960
Segunda Edición: 29 de junio de 1983.
Tiro: 2,000 ejemplares
Páginas 23-25




José Mercadillo Miranda*

Los hechos del siguiente relato verificáronse cuando tenía la obligación de ir a decir la santa Misa a la hacienda dela Cruz del Palmar, perteneciente ala jurisdicción parroquial de San miguel.

Cada quince días, los domingos, acudía a temprana hora para confesar a los fieles y después celebrar la misa. Recuerdo que en uno de esos domingos (1937) lucía el campo como esmeraldina alfombra bordada de girasoles, cincollagas, y aceitillas, sumiendo al menos soñador en pensamientos embelesantes y deleitosos, muy ajenos a las torturas que origina la ignorancia.

Llegué ese domingo a la Cruz del Palmar, para cumplir, como de costumbre, mi cometido. Cuando terminé la misa, una mujer se acercó a mi para pedirme que fuera a oír en confesión a una enferma que hacía tres días estaba muy grave, debido a que no podía dar a luz. Casualmente me acompañaba mi hermana Lupe Mercadillo, que era profesora en obstetricia y a quien, dada su especialidad, pedí fuera conmigo a donde me llamaban para que atendiera ala parturienta.

Aceptó de buen grado, y, al legar a la casa, fui yo el primero en entrar para atender lo más importante, que era impartir los auxilios espirituales a la moribunda; pero, oh sorpresa, qué cuadro más aterrador...!

La enferma, una joven india, estaba amarrada fuertemente de los brazos por una grues areata y colgada del travesaño del techo del jacal. Antes que todo, inquirí por qué tenían en aquel suplicio inquisitorial a la pobre mujer. La "lírica" -como llaman a las matronas que ejercen su oficio sin título- respondió diciéndome:

-Así se coloca a las parturientas para que se alivien.

Sin pérdida de tiempo, llamé a mi hermana para que interviniera en aquel caso asombroso, y en seguida dio órdenes para que bajaran a la enferma, a quien atendió como Dios le dio a entender, ya que no contaba con los elementos necesarios.

Nació felizmente la criatura, yo atendí espiritualmente a aquella mujer y de allí en adelante, tuve buen cuidado de explicar a la gente del pueblo, especialmente a la de los ranchos, las condiciones de higiene y atención médica que se necesitan en casos semejantes, y, sobre todo, reprobé la inhumana costumbre de colgar a las mujeres que van a dar a luz, cosa innecesaria y de efectos desastrosos, presentando como ejemplo, el caso de la joven referida, quien, gracias a la providencial intervención de mi hermana, escapó de la muerte segura.- (1)

(1) - Este suceso nos dio pie a mi hermana y a mi, para fundar la primera maternidad que hubo en San Miguel y que tantos bienes hizo.

*Tomado de:
Anécdotas sin importancia
Segunda edición
José Mercadillo Miranda
Imp. San Miguel
Cuadrante No. 24
San Miguel de Allende, Gto., México.
Primera Edición: 15 de septiembre de 1960
Segunda Edición: 29 de junio de 1983.
Tiro: 2,000 ejemplares
Páginas 19-21


José Mercadillo Miranda*

Era el año de 1933. Hacía pocos días que había sido asesinado en el altar y durante la celebración del santo sacrificio de la Misa, el celoso párroco de Irapuato, don Martín Lawers.

El criminal fue enviado por enemigos gratuitos (1) de aquel santo varón, algunos de los cuales habían recibido de él innumerables beneficios. Este incidente dio ocasión para que hubiera cambios de lugar entre eclesiásticos de la diócesis de León, y el que esto escribe, que casi había salido del seminario, fue enviado a San Miguel de Allende, Gto., para encargarse dela Acción Católica y servir como vicario de la parroquia.

Por aquel entonces era párroco de la ciudad sanmigueleña, el señor presbítero don Enrique Larrea, de grata memoria. La persecución religiosa no había cesado aún. Se tañían las campanas con toques medidos y estaba proscrito el uso de sotanas en las calles. La ley señalaba un sacerdote por cada dieciséis mil habitantes en algunas poblaciones, entre ellas, San Miguel de Allende y, ni quien soñara, en aquel tiempo, en manifestaciones públicas de religiosidad.

En este ambiente embarazosos y molesto llegué a la ciudad fundada por Fray Juan de San Miguel, de la que actualmente soy párroco; recuerdo que, como era la primera vez que me encontraba en el atrio de la parroquia, sobrecogido por la belleza de la ciudad que empezaba a asomarse ante mis ojos, más que pensar en ambientes adversos contra eclesiásticos, me puse a contemplar la plaza con el embeleso que producen las cosas nuevas, sin olvidarme, claro está, de mi principal objetivo, que era presentarme ante el señor cura.

Frente a la parroquia y mirando al jardín y a mano derecha, un hermoso portal que lleva el nombre del héroe de la Independencia Nacional Don Ignacio de Allende y Unzaga.

Dos casas son las que originan estos portales, una la primera de abajo para arriba de una construcción primitiva y la otra de sabor señorial. Al frente el palacio municipal entre tres asas: la de la izquierda que tiene un letrero en donde se lee: "Escuela Secundaria" (2) y las otras dos de bella construcción.

Al lado izquierdo del palacio de los de La Canal: otros dos edificios de antiguo estilo que forman un segundo portal, y finalmente al lado poniente de la parroquia la hermosa casa de la cuna de Allende, con un letrero sobre el suntuoso pórtico que dice: "Hic natus ubique notus".

El frontis de la parroquia, una mole imponente con estilo ojival no definido, pero que a la simple vista impresiona y causa inexplicable bienestar. Junto a la parroquia la fachada del templo de la Santa Escuela con su escalinata y pórtico coloniales. En la torre de este último el reloj que regulariza el tiempo en la vida de los pobladores de San Miguel.

El jardín, lleno de perfumadas flores y con algunos árboles enormes en cuyas ramas han hecho sus nidos miles de urracos que hacen algarabía inaudita y que le dan peculiar sabor a las mañanas claras y frescas como esta.

A la sazón pasó junto a mi un señor que resultó ser don Rafael Ortiz, después mi amigo. A él me dirigí preguntándole dónde podría encontrar al señor cura, y la respuesta no se dejó esperar:

-En el curato, señor.

Me encaminé hacia la residencia del párroco e intenté entrar por el camarín del Señor de la Conquista, mas siendo como era domingo (6 de marzo), encontré la puerta cerrada. Fracasado mi primer intento, pensé en buscar otro medio de dar con el señor cura, pero, para aquel entonces ya varias personas se habían reunido a mi alrededor,y, como iba vestido de seglar portando una pequeña petaca -origen de horrible sospechas- me veían con rareza y preocupación.

No me amilané supuse que subiendo los escalones del curato estaría la entrada a la residencia, puesto que, por la puerta que había tocado varias veces no me abrían, y entonces, al llamar en la puerta del curato, acercóseme un feligrés que exabrupto, me preguntó:

-¿A quién busca?
-Al señor cura, -le dije-.
-Para qué lo quiere... (en tono autoritario).
-Mire -añadí, comprendiendo las sospechas de que era objeto- soy sacerdote.
-Tiene sus papeles, sus facturas o patentes...? -me contestó-.
-No tengo ni papeles, ni menos facturas o patentes, pero tome Ud. esta tarjetita y llévesela al señor cura, fue mi respuesta.

Por fortuna hizo lo que le dije.

Platicáronme después que al señor cura le habían advertido que no saliera a decir misa que porque andaba en el atrio de la parroquia un desconocido que portaba una bomba en un veliz, con lo cual lograron desconcertarlo momentáneamente, pero cuando leyó mi tarjeta, con su característica forma de expresarse, dijo al mensajero: (3)

-¡Ah, qué brutos! Es el nuevo vicario... ¡Qué bomba ni que nada! Dígale que pase en seguida, para que diga la misa de siete y evite la trinación...

Entre tanto, que yo sudaba frío, pues momento a momento, a la entrada del curato, se reunía mayor número de gentes, viéndome con rareza y desconfianza, cosa que me hacía escamarme por el problemático destino que pudiera tener mi pellejo; mas, al fin, apareció el mensajero, con mil caravanas y otras tantas excusas, diciéndome:

-Perdóneme su reverencia; pase por aquí...
-Y repetía entre dientes, y yo sin darme cuenta por qué: ¡Qué bomba ni que nada!... qué bomba ni que nada! ¡Ah qué brutos!

Desde esa noche, supe que había quien cuidara mis espaldas, porque los católicos sanmiguelenses tenían la consigna de cuidar a sus sacerdotes, temerosos de que se repitiera el sacrilegio de Irapuato.

(1) - Se dijo también que los masones fueron los directores intelectuales y los que pagaron para asesinarlo.
(2) - Esta casa fue comprada al gobierno y en ese lugar esta ahora la Posada de San Francisco.
(3)  El temor era fundado porque en esa época no era raro que asesinaran sacerdotes.

*Tomado de:
Anécdotas sin importancia
Segunda edición
José Mercadillo Miranda
Imp. San Miguel
Cuadrante No. 24
San Miguel de Allende, Gto., México.
Primera Edición: 15 de septiembre de 1960
Segunda Edición: 29 de junio de 1983.
Tiro: 2,000 ejemplares
Páginas 13-17

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